lunes, 12 de enero de 2009

Danza con gozos


Por Analía Melgar


Cuerpos argentinos: cuerpos marcados. Marcados antes de nacer. Antes de tocar el aire, los cuerpos argentinos llevan el sello de la Historia.

Estos índices que vuelven impensable un cuerpo inocente, originario, puro, hoja en blanco… estos índices son la distancia y la violencia. Migraciones y vejaciones –melancolía y sufrimiento– están presentes en los cuerpos argentinos, como experiencia directa o por los poderosos efectos de la memoria (personal, familiar, nacional). Así, los cuerpos argentinos atraviesan una condición en la que el placer ocupa un lugar relegado. Primero están la pena, la angustia, la nostalgia, el horror. Estas sensaciones son las preponderantes. De allí que los cuerpos argentinos huyen de sí, para alejarse de la fuente de su propio tormento.

En este contexto, las artes del movimiento van en sentido contrario, significan un retorno al cuerpo, con la posibilidad de recuperar otras sensaciones, otros contactos, otras vivencias.

Por cierto, las artes del movimiento, y la danza en particular, también son un espacio de reflexión en torno a las condiciones ineludibles de destierro y de agresión, que se convierten, al decir de Hugo Salas, en “objeto del arte y de discusión pública”. Ejemplos de esta línea de teatro y de danza abundan –El matadero, de Emilio García Wehbi; Insanas e impuras… esas tierras, de Silvia Pritz, etc., etc.–: algunos tematizan nuestra doliente condición identitaria; otros la absorben como un sustrato de los códigos de representación.

Pero, en ocasión de este texto, me ocuparé de reconocer y presentar algunas alternativas a esa línea recurrente en la danza de Argentina. Otros casos de trabajo corporal, en cambio, rescatan el cuerpo como fuente de gozo, de placer, el cuerpo como sede de los sentidos (gusto, tacto, vista, olfato, oído). Esto es posible en razón de una condición de la danza: el deseo. El que danza desea, anhela, busca, obtiene, disfruta y vuelve a buscar. Entrena, ensaya, estrena y vuelve a entrenar, en un círculo obsesivo. Obsesión epicúrea: eclosión de los sentidos, las sensaciones, entre las que el dolor es sólo una más entre la vorágine de experiencias fincadas en el cuerpo.

Detenerse en el funcionamiento, efectos y repercusiones de cada músculo, hueso o filamento lleva el foco de la atención hacia la degustación de uno mismo. Eso es lo que potencialmente tiene en sus manos –mejor dicho, en todo su cuerpo– el intérprete. Investiga, explora. Explorar las variantes para habitar un espacio es un modo de reconfigurarlo, de hacer de ese lugar otro lugar. Así, cuerpo y espacio se transforman por las operaciones básicas de la danza. Por eso, la danza contiene un (casi) involuntario carácter terapéutico: trabajar sobre uno mismo, para modificar partes de uno mismo.

Este secreto volcán de la danza pocas veces explota. Pero sí las hay propuestas de las artes escénicas que indagan en el gozo y lo hacen parte fundamental de sus dramaturgias, en este caso, coreográficas.

Tal es el caso del Ballet 40/90. Se trata de una compañía de casi 15 años de continuidad, integrada por unas 50 personas sin experiencia previa en danza, y que tienen entre 40 y 75 años aproximadamente. Su directora, Elsa Agras, con sus gozosos 84 años, entrena durante 9 horas semanales a sus bailarines con algunas consignas inquebrantables: alegría, comunicación entre los intérpretes y con el público, proyección en el espacio, conocimiento, aceptación y disfrute de sus cuerpos, en fin, una algarabía que se confirma en cada una de sus exitosas temporadas de dos o tres meses seguidos a sala llena.

Pero la fruición corporal no es ámbito exclusivo de la sexualidad ni de la danza no profesional. Frente a otros ejemplos de impecable y reputada danza argentina, el gozo también aparece, y en ellos se ve, sobre algunos cuerpos argentinos, el luminoso efecto que brota sobre quien disfruta bailando. No se trata en lo absoluto –para no caer en fáciles malentendidos– de hacer una danza feliz, una danza que festeja acríticamente las beldades de la vida, una danza que hace un panegírico del optimismo. La excusa temática, argumentativa, la creación de una coreografía puede tener motivos muy oscuros, pero la danza (cuando explota su potencial, cuando libera su deseo) es luz.

Aquí hay que mencionar, por ejemplo, a Ana Garat como intérprete, la que baila mucho más allá –o más acá– del repertorio de movimientos que se reitera en las obras que dirige. Así, en Dúo para ella sola, creada conjuntamente por ella y Pilar Beamonte, Ana Garat hace de la danza ese acontecimiento que confiere, al espectador, el gozo por cada grano de aire que la bailarina toca en sus desplazamientos, el gozo por sentir esas moléculas recorriendo su cuerpo y de, siempre, desear más. Igual fenómeno sucede cuando Romina Pedroli encarna Eidos, coreografía de Noemí Lapzeson. Sumergida en un ámbito escénico conflictivo, difuso, misterioso, solitario, inalcanzable, sin embargo, su cuerpo se expande, se modifica, interroga y responde con avidez, y en esa avidez, hay gozo.

Las danzas protagonizadas por cuerpos que seducen a su espacio, que devoran y degustan al mundo en cada paso, son algo más que un puñado. Son muchas. Ahí están, por ejemplo, la sutileza y refinamiento, el perfume que brota de las bailarinas de Área restringida, de Cristina Gómez Comini, o la transmutación de la melancolía campestre en una fiesta tan folklórica como contemporánea, en los espectáculos de Nuevo Arte Nativo, de los hermanos Koki y Pajarín Saavedra. Ahí está también el humor fresco de los intérpretes de El escondido, de Silvina Grinberg. Y, sobre todo, está el gozo tematizado, en A punto de ebullición, de Mabel Dai Chee Chang, donde los cuerpos no sólo gozan consigo mismos, sino también en relación con otros cuerpos: pepinos, zapallos, pomelos…

En este breve recorrido por ciertos casos muy particulares de la danza argentina, es posible reconocer una condición esencial de la danza: el uso del cuerpo como fuente de gozo, de placer, de deseo. No son los casos más frecuentes: el cuerpo dolido, melancólico, vacío, ausente, rasgado es mucho más habitual en la escena argentina, pero el por qué y el cómo de esta constante serían tema de otro escrito.

Mi deseo, en este breve texto, es compartir una mirada sobre el cuerpo argentino que es una mirada sobre el país. Acaso ingenua, pero necesaria.

Por encima de, o al costado de, o al lado de: la mentira, la injusticia, la violencia, la impotencia, la frustración, la parálisis, el olvido… por encima o al costado o al lado de todo eso, tenemos un cuerpo, un anclaje con la vida que no cesa, una propiedad intransferible. Ese lugar, el cuerpo, es el resquicio que siempre nos quedará para investigar, hurgar, conocer, descubrir, y por tanto, percibir, disfrutar, desear, gozar.



Imagen en este artículo

Ana Garat, en Dúo para ella sola, de Garat y Pilar Beamonte (Argentina, 2007). Foto: Carolina Cappa.